Papamoscas en la Catedral de Burgos
Es el tradicional reloj autómata de la catedral de Burgos.
Está situado en lo alto de la nave mayor, en la parte de la izquierda, según se
entra por la fachada principal, en un ventanal por encima del triforio. Está
documentada la presencia de relojes en la catedral desde la época medieval. La
figura data del siglo XVI, pero fue restaurado en el siglo XVIII. Consta de dos
figuras: una es el Papamoscas y otra más pequeña llamada Martinillo.
El Papamoscas viste una especie de casaca roja, abotonada
por delante, con amplio cuello terminado en puntas y ceñido por un cinturón
verde. Con la mano derecha sostiene una partitura (papel de música) y hace
sonar la campana al paso de las horas, mientras abre y cierra la boca. Los
cuartos de hora los marca su ayudante, el Martinillo, una figura más pequeña y
de cuerpo entero que espera sobre un pequeño balcón entre dos campanas. Con un
martillo en cada mano da uno, dos o tres golpes, según sea el cuarto, la media
o los tres cuartos.
Como todo símbolo, alberga una leyenda, siendo esta la
historia:
Se dice que fue una obra encargada por el rey Enrique III el
Doliente, quien tenía por costumbre acudir a rezar devotamente todos los días a
la catedral gótica. Un día sus oraciones se vieron distraídas por la presencia
de una hermosa muchacha que entró silenciosamente en el templo y rezó ante la
tumba de Fernán González. El rey la siguió al salir hasta verla entrar en una
vieja casona y, a lo largo de varios días, la misma escena se repitió sin
variaciones. El monarca se sentía demasiado tímido para intentar siquiera
entablar una conversación con la misteriosa joven. Hasta que un día, la
desconocida joven dejó caer un pañuelo al paso del rey. Éste lo recogió
devotamente y, acercándose a ella, se lo devolvió en silencio, sin que mediara
palabra en ese encuentro; apenas el esbozo de una dulce sonrisa. Solo, después
de desaparecer más allá de la puerta, el rey escuchó un doloroso lamento que se
le clavó en la memoria sin poderlo ya desterrar. Lo cierto fue que, a partir de
entonces, la muchacha nunca volvió a aparecer por la catedral, a pesar de que
el monarca pasó días esperándola y buscándola por los rincones del templo.
Cuando trató de saber algo de ella, le confirmaron que en la casa donde le
había visto entrar todos los días hacía muchos años no vivía nadie, porque
todos sus habitantes fallecieron víctimas de la Peste Negra. Deseando retener
aquella idílica visión de la joven en su memoria, encargó a un artífice que
fabricara un reloj para la catedral. Éste debía reproducir los rasgos de la
muchacha en una figura que, además, al dar las horas, lanzase un gemido como el
que él había escuchado y no podía borrar de su recuerdo. Desgraciadamente, el
artífice no logró siquiera aproximarse a la belleza que le había descrito el
monarca. A la hora de reproducir su lamento solo logró que el muñeco lanzase un
graznido, que años después se optó porque desapareciera.
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